Al Tonchi
Amanecía
fresco, y Maribel allí estaba, como todos los días, en la parada del 101, firme
como una estatua, esperando que el colectivo apareciera medio vacío. Ese era el
sueño de esa mañana… quería viajar sentada, o bien, apoyada en los sostenes
metálicos preparados para aquellos que debían usar una silla de ruedas. Pero
libre de gente alrededor. Cuanto más sola mejor, así, quizás, podría cerrar los
ojos y dormitar un poco nomás. Inclusive fantaseaba con que ni el colectivero
estuviera; con que el bondi apareciera completamente vacío, en piloto
automático, o algo así. Pero no. Debía enfrentar la realidad. Después de todo
si Ulises había podido zafar de Caribdis y Escila casi sin un rasguño, ¿porque ella no podría soportar un
viaje de 45 minutos en bondi desde Once hasta el Campus?
Intentaba no
pensar. No le gustaba pensar mientras esperaba el colectivo. Y menos si lo
esperaba para ir a la facultad. Entonces distraía sus sentidos mirando el McDonals de enfrente, que le abría las
puertas a una turba de jóvenes resacosos que pretendían matar el bajón antes de
irse a acostar. ¡Y ella recién levantada!, ¿porqué se le había ocurrido
anotarse un sábado a la mañana? “Ah, eso de la responsabilidad”, pensó mientras
sonreía. “Ahora bien, hay que tener estómago para clavarse una McNífica a las siete de la mañana con
restos de gin tonic en el estómago”.
De nuevo intentaba
no pensar, pero le costaba, le resultaba casi imposible; siempre lo hacía, casi
sin darse cuenta. Pretendía mantener la vista fija en la nada, y de pronto se
encontraba analizando las manchas de humedad en la pared de algún edificio, o
maldiciendo al que había inventado el corte chupin en los jeans. ¡Qué mal
gusto, por Dios! Y sin embargo los usaba, como para mantenerse a flote.
Mientras el sol
comenzaba a aparecer, y la temperatura descendía unos grados más, la ciudad se
desquiciaba. Se desquiciaba casi tanto como Maribel, aunque ella se mentía, y
pretendía mantener una postura austera y positiva. “Es por el futuro, che”,
repetía. No sabía cuantos colectivos había contado ya, ni cuantos transeúntes
la habían empujado. Sólo sabía que el 101 no aparecía, y eso significaba que
iba a llegar repleto.
Con las manos
apretando la mochila contra su pecho, para evitar que se la arrebaten, se
tranquilizaba al ver aproximarse, por Pueyrredón, la gran mole verde y blanca.
Pero no. Cartelito rojo, no blanco. “¿Te acordás cuando te tomaste ese,
boluda?”, se dijo a sí misma, sonriendo, como para purgar un poco la bronca.
“¿Vas a subir,
nena?”, le dijo una vieja, mientras la empujaba sin sentido. “No señora, pase
tranquila”, le contestó, pensando que mejor hubiese sido decirle “porque carajo
no se vuelve a dormir, usted que está al pedo y puede; o a mirar el repetido de
la novela de los dos de la tarde, acostada en la cama, tomándose un té de
manzanilla y boldo, vieja pelotuda”. “¡Por Dios!, ¿quién podría tener tanto mal
gusto?”.
Y los autos y
los colectivos se amontonaban como queriendo pasarse por encima, y el humo que
emanaban de sus caños de escape enturbiaba aún más la postal. “Es como que el
monóxido de carbono y los derivados azufrados de los gases de combustión
neutralizaran el olor a mierda que las pilas de basura acumulada desprenden; si
hasta parece que estoy respirando aire puro”. Maribel inspiraba profundamente,
retenía el aire un instante, y luego lo exhalaba, mientras en su mente aparecía
un corral, de dimensiones infinitas, repleto de vacas gordas que al unísono se
tiraban un pedo espectacular, estruendoso, y Maribel maldecía a los
vegetarianos.
Por fin, a lo
lejos, como si de un sueño o de una fantasía lisérgica se tratara, pudo ver su
colectivo detrás del semáforo en rojo, con cartelito blanco y todo. Venía
repleto, hasta la manija, como no podía ser de otra manera, y no podía dejar de
relacionarlo con su figuración del corral de vacas. Quizás era eso: una suerte
de feed lock humano, disfrazado de
transporte público, con un extractor de última generación que extirpaba los
olores emanados por el ganado, quizás para elaborar el nuevo perfume de moda o
la nueva hamburguesa cuádruple extra
special, según los gustos del contribuyente. “Nah, sino no habría tanto
olor a bosta”.
Mirando el
recipiente atestado, y las caras de desesperación, Maribel pensó: “ya veo que
el forro sigue de largo”. Pero el colectivero, quizás al ver su carita
suplicante o al mirarle las tetas, detuvo el vehículo y abrió sus puertas,
justo enfrente del parapeto de espera. Como siempre, nadie bajó. Los
colectivos, además de ser sistemas no inerciales, no cumplen con las leyes de
conservación de la masa: entra más de lo
que sale. “Esta bien, me olvido de la acumulación, digamos que es un
sistema no estacionario, que algún día va a estallar. Aunque sigo pensando que
parte de la gente desaparece. Quizás pasa a un estado superior, a un limbo. La verdad
no sé, ni me gustaría experimentarlo”
El barbudo que
estaba justo delante suyo era el fiel retrato de los viejos piratas que de niña
se había imaginado al leer La isla del
tesoro. El viejo no despegaba el ojo que todavía le quedaba vivo de su
rostro, y tuvo la galantería de dejarla pasar primera, no sin mirarle el culo
mientras subía por la escalerita. Maribel subió deprisa, sin decirle gracias,
reconstruyendo en su mente la escena en que Billy
Bones moría de un infarto en la taberna de El Largo Silver, fiel a su gusto por el buen ron y el buen grog.
Casi, casi, que le sentía el aliento a alcohol etílico.
En el fondo le
gustaba que le mirasen el culo, después de todo venía bastante bien. Ella no
era de las que se ofenden cuando la miran por la calle pero siempre van con una
minifalda por donde se les escapa todo. No, ni por asomo. Se vestía
sencillamente, casi ni se preocupaba por su guardarropa. Tenía ciertos gustos,
como todos, pero no vivía pensando que ponerse para calentar a la fauna urbana
y hacerse la sorprendida cuando alguien le grita algo por la calle. Por eso le
gustaba que la miren, con respeto, si, porque ella era así, casi como se
vestía. Pero Billy Bones le generaba
cierto escozor, una mezcla entre miedo, repugnancia y simpatía, después de todo
parecía extirpado del relato y era parte de su niñez, digamos. “Pobre viejo, no
le da más la garganta”, pensó Maribel mientras subía al colectivo con
desconfianza.
Al grito de “uno veinticinco” atravesó a los
primeros pasajeros, los que se quedan adelante chamuyándose al colectivero y
tornando más complicada la odisea de viajar en Buenos Aires, y llegó a la
maquinita de las monedas. Cincuenta,
setenta y cinco, un peso… no pudo evitar que se le cayeran los últimos
veinticinco centavos. Siempre le pasaba.
La moneda había
caído a un lado de su pie izquierdo, y se había quedado como pegada al suelo,
producto de una suerte de hollín espeso, que podía ser barro, mierda o
cualquier otra cosa, y que funcionaba perfectamente como pegamento. La miró un
instante, inmóvil, sintiendo la respiración húmeda de los pasajeros que querían
pagar ansiosamente sus boletos, y al fin decidió no agarrarla. Prefirió buscar
en su mochila alguna otra moneda, era más higiénico.
Como pudo se
acomodó entre la multitud. Había tanto para mirar que nada veía. A medida que
el colectivo avanzaba, intentaba meterse más adentro, como si pretendiera
difundir entre la gente, y acercarse a las ventanillas. Pero la concentración
era la misma en todas partes, no existían gradientes y esas cosas, estaba todo
en perfecto equilibrio.
Todos parecían
iguales, no notaba rasgos diferentes en los rostros, en las posturas o en la
vestimenta. De hecho era como si nadie tuviese el rostro definido: un óvalo
difuminado, entre amarillento y marrón, deforme, con límites imprecisos. Y ella
se sintió Pink por un instante,
mirando el atestado tren desde afuera, oculto en la oscuridad del túnel. Sólo
que ella ahora formaba parte de ese tumulto, estaba allí dentro, también sin
identidad ni definición; y los gritos, la desesperación y el pánico por lo
desconocido se habían transformado en un completo silencio, en una suerte de
aceptación, de condescendencia premeditada y absoluta. Todos parecían
concientes de ello, y lo asumían con esa actitud maquinista, fordiana, que a Maribel le remitía más
bien a la tristeza o a la mentirosa felicidad de Huxley. “Mesocracia”,
pensó, intentando buscar algo que la refutara, que tirara abajo sus creencias.
Ya por Parque
Patricios la cosa se hizo más tolerable. Pudo llegar a la ansiada ventanilla y
apoyarse un instante. Entonces, relajada, intentó cerrar los ojos y olvidarse todo
por un rato. Pero una tenue melodía, suave, lejana, que casi no se escuchaba,
la volvió en si. Una melodía proveniente quizás de alguno de los tantos
auriculares que formaban parte de la variedad de pasajeros. ¿O quizás provenía
de su mente, de su fuero más interno? No, la escuchaba, la sentía, derivaba de
algún ente físico, existente, tangible, no se estaba volviendo loca. Igual eso
no importaba, ni la locura ni la fuente de esa melodía. Lo que importaba era la
melodía en si misma.
De pronto, la música
parecía apoderarse de su ser, como si la guiara por un camino desconocido pero
perfectamente delimitado. Ya no escuchaba el constante crepitar del motor, los
bocinazos y las sirenas del exterior, ni las boludeces que hablaban dos
pendejas que no habían tenido mejor idea que apoyarse justo a su lado. No,
escuchaba sólo esa melodía, esa música que la remitía a un tiempo lejano, que
había vivido y olvidado. No alcazaba a distinguir de que se trataba. Intentaba comprenderla,
ir un poco más allá, y aunque esa empresa se convertía poquito a poco en una
obsesión, no lo lograba. A veces se le venía a la mente lo poco que conocía de
música clásica, la novena sinfonía de Beethoven
o alguna versión deformada de Nessun
Dorma; otras, le parecía más bien estar escuchando algún tema del rock
nacional, de Spinetta quizás. Esto
último lo creyó más probable, sobre todo porque hacía unos segundos que en su
mente aparecía su padre, clarito como el agua, sentado en aquel sillón
predilecto que hacía unos años habían rematado porque se estaba convirtiendo en
alimento para polillas, al lado del equipo de música, con algún librito de Poe en las manos o con la vieja criolla
a cuestas, mientras su madre le cebaba unos amargos humeantes. “¿Te acordás
cuando me ponías Bajo Belgrano y me
lo hacías escuchar completito?”, pensó Maribel, sonriendo, casi lagrimeando, “aunque
siempre lo niegues yo se muy bien que me pusiste Maribel por el flaco, viejo.
¡Que fanático que sos!”, se decía para sí misma, y empezaba a notar que los
rostros tomaban formas definidas y adquirían tonalidades y colores de los más
variados. Ahora podía leer en cada uno una historia diferente… sueños, anhelos,
intereses, amores, pasiones… tristezas y alegrías… esperanzas y frustraciones.
Y cada uno, en su plano, viajando al lado de otro, desconocido, pero igualito a
él en las diferencias. Y todos ahora se aparecían distintos, pero similares.
“No somos
simplemente un gas ideal”, se dijo con cierta alegría, como contradiciéndose a
si misma. Y glorificó lo distinto, pero el fin común, igual: las ganas de ser. Glorificó las
alegrías, las bondades, y las sonrisas, motor de la existencia, pero también
las tristezas que construyen y afirman los pilares más profundos. Glorificó lo
negro y lo blanco, y todo el arco iris, no sólo los extremos. Entonces recordó
a sus amigos, a sus familiares, a sus compañeros; pensó en los que estaban y pensó en los que
estuvieron físicamente y por alguna razón desconocida tuvieron que marcharse,
pero que seguían ahí, seguían estando espiritualmente, dando vueltas a su
alrededor, en los recuerdos, en el viento, y en las ganas de seguir. Pensó
también en los que estarían por venir, con sus nuevas virtudes y miserias,
ansiosa de que llegasen. Y se enorgulleció. Y una sonrisa tiñó su rostro. Y
tuvo más ganas que de costumbre.
El recorrido al
fin terminó para Maribel. El colectivo frenó, abrió sus puertas, y ella regresó
al mundo… pero la música que había escuchado, siguió sonando.