miércoles, 22 de agosto de 2012

Peripecias de un viaje en bondi


Al Tonchi

Amanecía fresco, y Maribel allí estaba, como todos los días, en la parada del 101, firme como una estatua, esperando que el colectivo apareciera medio vacío. Ese era el sueño de esa mañana… quería viajar sentada, o bien, apoyada en los sostenes metálicos preparados para aquellos que debían usar una silla de ruedas. Pero libre de gente alrededor. Cuanto más sola mejor, así, quizás, podría cerrar los ojos y dormitar un poco nomás. Inclusive fantaseaba con que ni el colectivero estuviera; con que el bondi apareciera completamente vacío, en piloto automático, o algo así. Pero no. Debía enfrentar la realidad. Después de todo si Ulises había podido zafar de Caribdis y Escila casi sin un rasguño, ¿porque ella no podría soportar un viaje de 45 minutos en bondi desde Once hasta el Campus?
Intentaba no pensar. No le gustaba pensar mientras esperaba el colectivo. Y menos si lo esperaba para ir a la facultad. Entonces distraía sus sentidos mirando el McDonals de enfrente, que le abría las puertas a una turba de jóvenes resacosos que pretendían matar el bajón antes de irse a acostar. ¡Y ella recién levantada!, ¿porqué se le había ocurrido anotarse un sábado a la mañana? “Ah, eso de la responsabilidad”, pensó mientras sonreía. “Ahora bien, hay que tener estómago para clavarse una McNífica a las siete de la mañana con restos de gin tonic en el estómago”.
De nuevo intentaba no pensar, pero le costaba, le resultaba casi imposible; siempre lo hacía, casi sin darse cuenta. Pretendía mantener la vista fija en la nada, y de pronto se encontraba analizando las manchas de humedad en la pared de algún edificio, o maldiciendo al que había inventado el corte chupin en los jeans. ¡Qué mal gusto, por Dios! Y sin embargo los usaba, como para mantenerse a flote.
Mientras el sol comenzaba a aparecer, y la temperatura descendía unos grados más, la ciudad se desquiciaba. Se desquiciaba casi tanto como Maribel, aunque ella se mentía, y pretendía mantener una postura austera y positiva. “Es por el futuro, che”, repetía. No sabía cuantos colectivos había contado ya, ni cuantos transeúntes la habían empujado. Sólo sabía que el 101 no aparecía, y eso significaba que iba a llegar repleto.
Con las manos apretando la mochila contra su pecho, para evitar que se la arrebaten, se tranquilizaba al ver aproximarse, por Pueyrredón, la gran mole verde y blanca. Pero no. Cartelito rojo, no blanco. “¿Te acordás cuando te tomaste ese, boluda?”, se dijo a sí misma, sonriendo, como para purgar un poco la bronca.
“¿Vas a subir, nena?”, le dijo una vieja, mientras la empujaba sin sentido. “No señora, pase tranquila”, le contestó, pensando que mejor hubiese sido decirle “porque carajo no se vuelve a dormir, usted que está al pedo y puede; o a mirar el repetido de la novela de los dos de la tarde, acostada en la cama, tomándose un té de manzanilla y boldo, vieja pelotuda”. “¡Por Dios!, ¿quién podría tener tanto mal gusto?”.
Y los autos y los colectivos se amontonaban como queriendo pasarse por encima, y el humo que emanaban de sus caños de escape enturbiaba aún más la postal. “Es como que el monóxido de carbono y los derivados azufrados de los gases de combustión neutralizaran el olor a mierda que las pilas de basura acumulada desprenden; si hasta parece que estoy respirando aire puro”. Maribel inspiraba profundamente, retenía el aire un instante, y luego lo exhalaba, mientras en su mente aparecía un corral, de dimensiones infinitas, repleto de vacas gordas que al unísono se tiraban un pedo espectacular, estruendoso, y Maribel maldecía a los vegetarianos.
Por fin, a lo lejos, como si de un sueño o de una fantasía lisérgica se tratara, pudo ver su colectivo detrás del semáforo en rojo, con cartelito blanco y todo. Venía repleto, hasta la manija, como no podía ser de otra manera, y no podía dejar de relacionarlo con su figuración del corral de vacas. Quizás era eso: una suerte de feed lock humano, disfrazado de transporte público, con un extractor de última generación que extirpaba los olores emanados por el ganado, quizás para elaborar el nuevo perfume de moda o la nueva hamburguesa cuádruple extra special, según los gustos del contribuyente. “Nah, sino no habría tanto olor a bosta”.
Mirando el recipiente atestado, y las caras de desesperación, Maribel pensó: “ya veo que el forro sigue de largo”. Pero el colectivero, quizás al ver su carita suplicante o al mirarle las tetas, detuvo el vehículo y abrió sus puertas, justo enfrente del parapeto de espera. Como siempre, nadie bajó. Los colectivos, además de ser sistemas no inerciales, no cumplen con las leyes de conservación de la masa: entra más de lo que sale. “Esta bien, me olvido de la acumulación, digamos que es un sistema no estacionario, que algún día va a estallar. Aunque sigo pensando que parte de la gente desaparece. Quizás pasa a un estado superior, a un limbo. La verdad no sé, ni me gustaría experimentarlo”
El barbudo que estaba justo delante suyo era el fiel retrato de los viejos piratas que de niña se había imaginado al leer La isla del tesoro. El viejo no despegaba el ojo que todavía le quedaba vivo de su rostro, y tuvo la galantería de dejarla pasar primera, no sin mirarle el culo mientras subía por la escalerita. Maribel subió deprisa, sin decirle gracias, reconstruyendo en su mente la escena en que Billy Bones moría de un infarto en la taberna de El Largo Silver, fiel a su gusto por el buen ron y el buen grog. Casi, casi, que le sentía el aliento a alcohol etílico.
En el fondo le gustaba que le mirasen el culo, después de todo venía bastante bien. Ella no era de las que se ofenden cuando la miran por la calle pero siempre van con una minifalda por donde se les escapa todo. No, ni por asomo. Se vestía sencillamente, casi ni se preocupaba por su guardarropa. Tenía ciertos gustos, como todos, pero no vivía pensando que ponerse para calentar a la fauna urbana y hacerse la sorprendida cuando alguien le grita algo por la calle. Por eso le gustaba que la miren, con respeto, si, porque ella era así, casi como se vestía. Pero Billy Bones le generaba cierto escozor, una mezcla entre miedo, repugnancia y simpatía, después de todo parecía extirpado del relato y era parte de su niñez, digamos. “Pobre viejo, no le da más la garganta”, pensó Maribel mientras subía al colectivo con desconfianza.
Al grito de “uno veinticinco” atravesó a los primeros pasajeros, los que se quedan adelante chamuyándose al colectivero y tornando más complicada la odisea de viajar en Buenos Aires, y llegó a la maquinita de las monedas. Cincuenta, setenta y cinco, un peso… no pudo evitar que se le cayeran los últimos veinticinco centavos. Siempre le pasaba.
La moneda había caído a un lado de su pie izquierdo, y se había quedado como pegada al suelo, producto de una suerte de hollín espeso, que podía ser barro, mierda o cualquier otra cosa, y que funcionaba perfectamente como pegamento. La miró un instante, inmóvil, sintiendo la respiración húmeda de los pasajeros que querían pagar ansiosamente sus boletos, y al fin decidió no agarrarla. Prefirió buscar en su mochila alguna otra moneda, era más higiénico.
Como pudo se acomodó entre la multitud. Había tanto para mirar que nada veía. A medida que el colectivo avanzaba, intentaba meterse más adentro, como si pretendiera difundir entre la gente, y acercarse a las ventanillas. Pero la concentración era la misma en todas partes, no existían gradientes y esas cosas, estaba todo en perfecto equilibrio.
Todos parecían iguales, no notaba rasgos diferentes en los rostros, en las posturas o en la vestimenta. De hecho era como si nadie tuviese el rostro definido: un óvalo difuminado, entre amarillento y marrón, deforme, con límites imprecisos. Y ella se sintió Pink por un instante, mirando el atestado tren desde afuera, oculto en la oscuridad del túnel. Sólo que ella ahora formaba parte de ese tumulto, estaba allí dentro, también sin identidad ni definición; y los gritos, la desesperación y el pánico por lo desconocido se habían transformado en un completo silencio, en una suerte de aceptación, de condescendencia premeditada y absoluta. Todos parecían concientes de ello, y lo asumían con esa actitud maquinista, fordiana, que a Maribel le remitía más bien a la tristeza o a la mentirosa felicidad de Huxley. “Mesocracia”, pensó, intentando buscar algo que la refutara, que tirara abajo sus creencias.
Ya por Parque Patricios la cosa se hizo más tolerable. Pudo llegar a la ansiada ventanilla y apoyarse un instante. Entonces, relajada, intentó cerrar los ojos y olvidarse todo por un rato. Pero una tenue melodía, suave, lejana, que casi no se escuchaba, la volvió en si. Una melodía proveniente quizás de alguno de los tantos auriculares que formaban parte de la variedad de pasajeros. ¿O quizás provenía de su mente, de su fuero más interno? No, la escuchaba, la sentía, derivaba de algún ente físico, existente, tangible, no se estaba volviendo loca. Igual eso no importaba, ni la locura ni la fuente de esa melodía. Lo que importaba era la melodía en si misma.  
De pronto, la música parecía apoderarse de su ser, como si la guiara por un camino desconocido pero perfectamente delimitado. Ya no escuchaba el constante crepitar del motor, los bocinazos y las sirenas del exterior, ni las boludeces que hablaban dos pendejas que no habían tenido mejor idea que apoyarse justo a su lado. No, escuchaba sólo esa melodía, esa música que la remitía a un tiempo lejano, que había vivido y olvidado. No alcazaba a distinguir de que se trataba. Intentaba comprenderla, ir un poco más allá, y aunque esa empresa se convertía poquito a poco en una obsesión, no lo lograba. A veces se le venía a la mente lo poco que conocía de música clásica, la novena sinfonía de Beethoven o alguna versión deformada de Nessun Dorma; otras, le parecía más bien estar escuchando algún tema del rock nacional, de Spinetta quizás. Esto último lo creyó más probable, sobre todo porque hacía unos segundos que en su mente aparecía su padre, clarito como el agua, sentado en aquel sillón predilecto que hacía unos años habían rematado porque se estaba convirtiendo en alimento para polillas, al lado del equipo de música, con algún librito de Poe en las manos o con la vieja criolla a cuestas, mientras su madre le cebaba unos amargos humeantes. “¿Te acordás cuando me ponías Bajo Belgrano y me lo hacías escuchar completito?”, pensó Maribel, sonriendo, casi lagrimeando, “aunque siempre lo niegues yo se muy bien que me pusiste Maribel por el flaco, viejo. ¡Que fanático que sos!”, se decía para sí misma, y empezaba a notar que los rostros tomaban formas definidas y adquirían tonalidades y colores de los más variados. Ahora podía leer en cada uno una historia diferente… sueños, anhelos, intereses, amores, pasiones… tristezas y alegrías… esperanzas y frustraciones. Y cada uno, en su plano, viajando al lado de otro, desconocido, pero igualito a él en las diferencias. Y todos ahora se aparecían distintos, pero similares.
“No somos simplemente un gas ideal”, se dijo con cierta alegría, como contradiciéndose a si misma. Y glorificó lo distinto, pero el fin común, igual: las ganas de ser. Glorificó las alegrías, las bondades, y las sonrisas, motor de la existencia, pero también las tristezas que construyen y afirman los pilares más profundos. Glorificó lo negro y lo blanco, y todo el arco iris, no sólo los extremos. Entonces recordó a sus amigos, a sus familiares, a sus compañeros;  pensó en los que estaban y pensó en los que estuvieron físicamente y por alguna razón desconocida tuvieron que marcharse, pero que seguían ahí, seguían estando espiritualmente, dando vueltas a su alrededor, en los recuerdos, en el viento, y en las ganas de seguir. Pensó también en los que estarían por venir, con sus nuevas virtudes y miserias, ansiosa de que llegasen. Y se enorgulleció. Y una sonrisa tiñó su rostro. Y tuvo más ganas que de costumbre.
El recorrido al fin terminó para Maribel. El colectivo frenó, abrió sus puertas, y ella regresó al mundo… pero la música que había escuchado, siguió sonando.

domingo, 19 de febrero de 2012

Hermanos

Se cruzaron en Lavalle y Callao, y creyeron reconocerse al instante, entre la multitud tumultuosa. Nunca se habían visto, pero en sus miradas reconocían algo así como un pasado sepultado.

Hubieran sido buenos hermanos. Compartían el gusto por los relatos de Poe, y vestían, con orgullo, la azulgrana… habrían gritado juntos aquel 1995 glorioso, de la mano del Bambino.

Se miraron sólo un instante, que pareció infinito.

Ambos estaban allí por casualidad… quizás la casualidad, o la justicia, algún día los vuelva a juntar.