miércoles, 22 de agosto de 2012

Peripecias de un viaje en bondi


Al Tonchi

Amanecía fresco, y Maribel allí estaba, como todos los días, en la parada del 101, firme como una estatua, esperando que el colectivo apareciera medio vacío. Ese era el sueño de esa mañana… quería viajar sentada, o bien, apoyada en los sostenes metálicos preparados para aquellos que debían usar una silla de ruedas. Pero libre de gente alrededor. Cuanto más sola mejor, así, quizás, podría cerrar los ojos y dormitar un poco nomás. Inclusive fantaseaba con que ni el colectivero estuviera; con que el bondi apareciera completamente vacío, en piloto automático, o algo así. Pero no. Debía enfrentar la realidad. Después de todo si Ulises había podido zafar de Caribdis y Escila casi sin un rasguño, ¿porque ella no podría soportar un viaje de 45 minutos en bondi desde Once hasta el Campus?
Intentaba no pensar. No le gustaba pensar mientras esperaba el colectivo. Y menos si lo esperaba para ir a la facultad. Entonces distraía sus sentidos mirando el McDonals de enfrente, que le abría las puertas a una turba de jóvenes resacosos que pretendían matar el bajón antes de irse a acostar. ¡Y ella recién levantada!, ¿porqué se le había ocurrido anotarse un sábado a la mañana? “Ah, eso de la responsabilidad”, pensó mientras sonreía. “Ahora bien, hay que tener estómago para clavarse una McNífica a las siete de la mañana con restos de gin tonic en el estómago”.
De nuevo intentaba no pensar, pero le costaba, le resultaba casi imposible; siempre lo hacía, casi sin darse cuenta. Pretendía mantener la vista fija en la nada, y de pronto se encontraba analizando las manchas de humedad en la pared de algún edificio, o maldiciendo al que había inventado el corte chupin en los jeans. ¡Qué mal gusto, por Dios! Y sin embargo los usaba, como para mantenerse a flote.
Mientras el sol comenzaba a aparecer, y la temperatura descendía unos grados más, la ciudad se desquiciaba. Se desquiciaba casi tanto como Maribel, aunque ella se mentía, y pretendía mantener una postura austera y positiva. “Es por el futuro, che”, repetía. No sabía cuantos colectivos había contado ya, ni cuantos transeúntes la habían empujado. Sólo sabía que el 101 no aparecía, y eso significaba que iba a llegar repleto.
Con las manos apretando la mochila contra su pecho, para evitar que se la arrebaten, se tranquilizaba al ver aproximarse, por Pueyrredón, la gran mole verde y blanca. Pero no. Cartelito rojo, no blanco. “¿Te acordás cuando te tomaste ese, boluda?”, se dijo a sí misma, sonriendo, como para purgar un poco la bronca.
“¿Vas a subir, nena?”, le dijo una vieja, mientras la empujaba sin sentido. “No señora, pase tranquila”, le contestó, pensando que mejor hubiese sido decirle “porque carajo no se vuelve a dormir, usted que está al pedo y puede; o a mirar el repetido de la novela de los dos de la tarde, acostada en la cama, tomándose un té de manzanilla y boldo, vieja pelotuda”. “¡Por Dios!, ¿quién podría tener tanto mal gusto?”.
Y los autos y los colectivos se amontonaban como queriendo pasarse por encima, y el humo que emanaban de sus caños de escape enturbiaba aún más la postal. “Es como que el monóxido de carbono y los derivados azufrados de los gases de combustión neutralizaran el olor a mierda que las pilas de basura acumulada desprenden; si hasta parece que estoy respirando aire puro”. Maribel inspiraba profundamente, retenía el aire un instante, y luego lo exhalaba, mientras en su mente aparecía un corral, de dimensiones infinitas, repleto de vacas gordas que al unísono se tiraban un pedo espectacular, estruendoso, y Maribel maldecía a los vegetarianos.
Por fin, a lo lejos, como si de un sueño o de una fantasía lisérgica se tratara, pudo ver su colectivo detrás del semáforo en rojo, con cartelito blanco y todo. Venía repleto, hasta la manija, como no podía ser de otra manera, y no podía dejar de relacionarlo con su figuración del corral de vacas. Quizás era eso: una suerte de feed lock humano, disfrazado de transporte público, con un extractor de última generación que extirpaba los olores emanados por el ganado, quizás para elaborar el nuevo perfume de moda o la nueva hamburguesa cuádruple extra special, según los gustos del contribuyente. “Nah, sino no habría tanto olor a bosta”.
Mirando el recipiente atestado, y las caras de desesperación, Maribel pensó: “ya veo que el forro sigue de largo”. Pero el colectivero, quizás al ver su carita suplicante o al mirarle las tetas, detuvo el vehículo y abrió sus puertas, justo enfrente del parapeto de espera. Como siempre, nadie bajó. Los colectivos, además de ser sistemas no inerciales, no cumplen con las leyes de conservación de la masa: entra más de lo que sale. “Esta bien, me olvido de la acumulación, digamos que es un sistema no estacionario, que algún día va a estallar. Aunque sigo pensando que parte de la gente desaparece. Quizás pasa a un estado superior, a un limbo. La verdad no sé, ni me gustaría experimentarlo”
El barbudo que estaba justo delante suyo era el fiel retrato de los viejos piratas que de niña se había imaginado al leer La isla del tesoro. El viejo no despegaba el ojo que todavía le quedaba vivo de su rostro, y tuvo la galantería de dejarla pasar primera, no sin mirarle el culo mientras subía por la escalerita. Maribel subió deprisa, sin decirle gracias, reconstruyendo en su mente la escena en que Billy Bones moría de un infarto en la taberna de El Largo Silver, fiel a su gusto por el buen ron y el buen grog. Casi, casi, que le sentía el aliento a alcohol etílico.
En el fondo le gustaba que le mirasen el culo, después de todo venía bastante bien. Ella no era de las que se ofenden cuando la miran por la calle pero siempre van con una minifalda por donde se les escapa todo. No, ni por asomo. Se vestía sencillamente, casi ni se preocupaba por su guardarropa. Tenía ciertos gustos, como todos, pero no vivía pensando que ponerse para calentar a la fauna urbana y hacerse la sorprendida cuando alguien le grita algo por la calle. Por eso le gustaba que la miren, con respeto, si, porque ella era así, casi como se vestía. Pero Billy Bones le generaba cierto escozor, una mezcla entre miedo, repugnancia y simpatía, después de todo parecía extirpado del relato y era parte de su niñez, digamos. “Pobre viejo, no le da más la garganta”, pensó Maribel mientras subía al colectivo con desconfianza.
Al grito de “uno veinticinco” atravesó a los primeros pasajeros, los que se quedan adelante chamuyándose al colectivero y tornando más complicada la odisea de viajar en Buenos Aires, y llegó a la maquinita de las monedas. Cincuenta, setenta y cinco, un peso… no pudo evitar que se le cayeran los últimos veinticinco centavos. Siempre le pasaba.
La moneda había caído a un lado de su pie izquierdo, y se había quedado como pegada al suelo, producto de una suerte de hollín espeso, que podía ser barro, mierda o cualquier otra cosa, y que funcionaba perfectamente como pegamento. La miró un instante, inmóvil, sintiendo la respiración húmeda de los pasajeros que querían pagar ansiosamente sus boletos, y al fin decidió no agarrarla. Prefirió buscar en su mochila alguna otra moneda, era más higiénico.
Como pudo se acomodó entre la multitud. Había tanto para mirar que nada veía. A medida que el colectivo avanzaba, intentaba meterse más adentro, como si pretendiera difundir entre la gente, y acercarse a las ventanillas. Pero la concentración era la misma en todas partes, no existían gradientes y esas cosas, estaba todo en perfecto equilibrio.
Todos parecían iguales, no notaba rasgos diferentes en los rostros, en las posturas o en la vestimenta. De hecho era como si nadie tuviese el rostro definido: un óvalo difuminado, entre amarillento y marrón, deforme, con límites imprecisos. Y ella se sintió Pink por un instante, mirando el atestado tren desde afuera, oculto en la oscuridad del túnel. Sólo que ella ahora formaba parte de ese tumulto, estaba allí dentro, también sin identidad ni definición; y los gritos, la desesperación y el pánico por lo desconocido se habían transformado en un completo silencio, en una suerte de aceptación, de condescendencia premeditada y absoluta. Todos parecían concientes de ello, y lo asumían con esa actitud maquinista, fordiana, que a Maribel le remitía más bien a la tristeza o a la mentirosa felicidad de Huxley. “Mesocracia”, pensó, intentando buscar algo que la refutara, que tirara abajo sus creencias.
Ya por Parque Patricios la cosa se hizo más tolerable. Pudo llegar a la ansiada ventanilla y apoyarse un instante. Entonces, relajada, intentó cerrar los ojos y olvidarse todo por un rato. Pero una tenue melodía, suave, lejana, que casi no se escuchaba, la volvió en si. Una melodía proveniente quizás de alguno de los tantos auriculares que formaban parte de la variedad de pasajeros. ¿O quizás provenía de su mente, de su fuero más interno? No, la escuchaba, la sentía, derivaba de algún ente físico, existente, tangible, no se estaba volviendo loca. Igual eso no importaba, ni la locura ni la fuente de esa melodía. Lo que importaba era la melodía en si misma.  
De pronto, la música parecía apoderarse de su ser, como si la guiara por un camino desconocido pero perfectamente delimitado. Ya no escuchaba el constante crepitar del motor, los bocinazos y las sirenas del exterior, ni las boludeces que hablaban dos pendejas que no habían tenido mejor idea que apoyarse justo a su lado. No, escuchaba sólo esa melodía, esa música que la remitía a un tiempo lejano, que había vivido y olvidado. No alcazaba a distinguir de que se trataba. Intentaba comprenderla, ir un poco más allá, y aunque esa empresa se convertía poquito a poco en una obsesión, no lo lograba. A veces se le venía a la mente lo poco que conocía de música clásica, la novena sinfonía de Beethoven o alguna versión deformada de Nessun Dorma; otras, le parecía más bien estar escuchando algún tema del rock nacional, de Spinetta quizás. Esto último lo creyó más probable, sobre todo porque hacía unos segundos que en su mente aparecía su padre, clarito como el agua, sentado en aquel sillón predilecto que hacía unos años habían rematado porque se estaba convirtiendo en alimento para polillas, al lado del equipo de música, con algún librito de Poe en las manos o con la vieja criolla a cuestas, mientras su madre le cebaba unos amargos humeantes. “¿Te acordás cuando me ponías Bajo Belgrano y me lo hacías escuchar completito?”, pensó Maribel, sonriendo, casi lagrimeando, “aunque siempre lo niegues yo se muy bien que me pusiste Maribel por el flaco, viejo. ¡Que fanático que sos!”, se decía para sí misma, y empezaba a notar que los rostros tomaban formas definidas y adquirían tonalidades y colores de los más variados. Ahora podía leer en cada uno una historia diferente… sueños, anhelos, intereses, amores, pasiones… tristezas y alegrías… esperanzas y frustraciones. Y cada uno, en su plano, viajando al lado de otro, desconocido, pero igualito a él en las diferencias. Y todos ahora se aparecían distintos, pero similares.
“No somos simplemente un gas ideal”, se dijo con cierta alegría, como contradiciéndose a si misma. Y glorificó lo distinto, pero el fin común, igual: las ganas de ser. Glorificó las alegrías, las bondades, y las sonrisas, motor de la existencia, pero también las tristezas que construyen y afirman los pilares más profundos. Glorificó lo negro y lo blanco, y todo el arco iris, no sólo los extremos. Entonces recordó a sus amigos, a sus familiares, a sus compañeros;  pensó en los que estaban y pensó en los que estuvieron físicamente y por alguna razón desconocida tuvieron que marcharse, pero que seguían ahí, seguían estando espiritualmente, dando vueltas a su alrededor, en los recuerdos, en el viento, y en las ganas de seguir. Pensó también en los que estarían por venir, con sus nuevas virtudes y miserias, ansiosa de que llegasen. Y se enorgulleció. Y una sonrisa tiñó su rostro. Y tuvo más ganas que de costumbre.
El recorrido al fin terminó para Maribel. El colectivo frenó, abrió sus puertas, y ella regresó al mundo… pero la música que había escuchado, siguió sonando.

domingo, 19 de febrero de 2012

Hermanos

Se cruzaron en Lavalle y Callao, y creyeron reconocerse al instante, entre la multitud tumultuosa. Nunca se habían visto, pero en sus miradas reconocían algo así como un pasado sepultado.

Hubieran sido buenos hermanos. Compartían el gusto por los relatos de Poe, y vestían, con orgullo, la azulgrana… habrían gritado juntos aquel 1995 glorioso, de la mano del Bambino.

Se miraron sólo un instante, que pareció infinito.

Ambos estaban allí por casualidad… quizás la casualidad, o la justicia, algún día los vuelva a juntar.

jueves, 28 de octubre de 2010

El anillo

Definitivamente estaba muerta. Las marcas rojas alrededor de su cuello lo evidenciaban. Había sido asfixiada brutalmente por manos sutiles, pero fuertes. Su rostro, antes hermoso, ahora se retorcía inmóvil en un grito que no se dejaba oír. Y sus ojos negros más que terror denotaban tristeza.

Celina había sido asesinada la noche anterior. Yacía en el piso de su cocina, contorsionada, junto a la mesa donde reposaban dos tasitas con restos de café.

El ambiente emanaba un hedor insoportable. Un hedor que incitaba a pensar ¿por qué, por qué pasaba lo que no tenía que pasar?

Y a su alrededor danzaba una batería de policías charlatanes, intentando explicar lo inexplicable y contando chistes de dudosa moral.

Entre ellos, uno la miraba imperturbable, y pretendía no dar a luz sus sentimientos más profundos: una mezcla de rencor y angustia. La miraba extasiado, y sollozaba por dentro. Pero no comunicaba nada a su rostro: eran él y ella.

-Jefe… creo que ya no tenemos nada más que hacer acá-, sugirió el Suboficial García, y Rodríguez, absorto en su escrutinio, ni siquiera torció su semblante. La miraba, nunca cesaba de mirarla.

De repente el detective Rodríguez se acercó íntimamente a Celina e intentó quizás hablar con ella. Acarició su rostro, y se imaginó años atrás paseando a su lado la Plaza Mitre, y riendo y arrojando migas de pan a las famélicas aves.

¿Cuánto tiempo había pasado? Lo único que sabía con seguridad era que nunca había dejado de amarla.

Siguió con sus ojos cada parte de su rostro, y la vio joven y hermosa como siempre. Miró su cuello magullado, pero no advirtió marca alguna. Y luego observó su torso, y sus brazos, y sus manos… Fue ahí cuando su aspecto mutó repentinamente. Su ceño fruncido ahora evidenciaba decepción, rencor, y talvez odio.

“La muy hija de puta se lo sacó… no pudo conservar ni eso de mi”, pensó Rodríguez mientras tiritaba al tiempo que empezó a transpirar. Entonces se puso de pie bruscamente, y recordó el mal físico que lo aquejaba esa mañana. Corrió presuroso al baño, y devolvió el café amargo que había desayunado.

El caso parecía estar resuelto. El móvil se suponía y había un sospechoso: Suárez, actual pareja de Celina.

No quedaban cabos por atar. Sólo restaba esperar los resultados de la Policía Científica, para así enjuiciar a Suárez de una vez por todas, y encerrarlo de por vida.

Celina había sido hallada por su hermana, que entre llantos desesperados y mucosos lo primero que hizo fue avisar a la policía. Los médicos determinaron fríamente la hora del episodio. “Entre las tres y las cuatro de la mañana, no quedan dudas”, observó el perito. Los vecinos aseguraban haber escuchado una discusión agresiva entre Celina y su pareja alrededor de las 1.00 AM. Luego los vieron partir, quizás reconciliados. Todos coincidían en sus relatos.

María, vecina anciana de Celina, aseguró que hacia las 3.00 AM escuchó que entraban a la casa: ella y algún otro, sólo que no podía confirmar quien. Luego tomó sus pastillas para dormir, pues esa noche sufría de insomnio, y cayó súbitamente en un sueño profundo. Si escuchó gritos, no podía afirmar si provenían de la realidad o de los sueños.

La puerta no había sido forzada. La casa permanecía impoluta y ordenada. Indiscutiblemente el asesino había ingresado con la aprobación de Celina.

Las discusiones reiteradas, la improbable reconciliación, los testimonios coincidentes, las pericias médicas, la escena del crimen y las dos tacitas con café llevaban a los investigadores a extraer una única conclusión: Suárez era el asesino.

Ésta terrible aseveración se reforzó aún más cuando intuyeron, por testimonio de las malas lenguas, que Celina tenía un amante. Ahora, hasta el móvil se comprendía: no era más que un novelesco crimen pasional.

Como antes dije, sólo faltaban los resultados de la Policía Científica.

A raíz de estas conclusiones, se decidió encerrar a Suárez para interrogarlo y para evitar su fuga. El pobre pataleaba como un niño, escupía, lloraba y gritaba su inocencia: él la amaba, y alguien que ama no puede matar, aseguraba.

“¿Por este maricón me dejaste, zorrita?”, pensó Rodríguez mientras miraba como arrastraban al asesino hasta el calabozo transitorio.

El día se tornaba pesado, la humedad atosigaba y el cielo gris anunciaba una inminente tormenta. Rodríguez se sentía cada vez más enfermo, y maldecía como de costumbre su oficio, sólo que esta vez lo sentía más. A medida que completaba el papelerío burocrático, intentaba recordar cual era la causa de su malestar físico. Pero era inútil. Si cerraba los ojos aparecía Celina, y su cuello, y sus manos.

Ya era tarde cuando Rodríguez decidió dejar para mañana lo que podía terminar hoy y se retiró refunfuñando, sin saludar.

“Qué distinto es cuando le toca a uno de cerca”, pensó mientras se restregaba violentamente bajo la ducha, intentando deshacerse de algo más que mugre…


El bar estaba justo como a él le gustaba: poca gente, luz tenue, música de fondo. Rodríguez atravesó las pocas mesas ocupadas y se sentó junto a la barra, como acostumbraba cuando estaba solo.

-¿Otra vez vos por acá? Le estás dando bastante seguido al vicio, che.- señaló el barman, a lo que Rodríguez contestó con un gesto altivo de incomprensión, como queriéndole decir “no me jodas que no estoy de humor”.

-Dame una medida de Bourbon-, dijo al fin.

A medida que bebía y se emborrachaba, el ambiente se volvía turbio, vago. Ya no estaba seguro si realmente veía la realidad o todo no era más que una imagen creada por su inconsciente. Entonces pedía otra copa, y otra, y otra… para convencerse.

Así, el vaho que perturbaba sus sentidos se fue diseminando poquito a poco.

De nuevo se sentía con los pies sobre la tierra: había que festejarlo, qué mejor que otra copa. Pero existía un motivo de festejo incluso más importante: hacía más de una hora que no pensaba en Celina, a lo mejor empezaba a olvidarla, y eso era bueno. En medio de su reflexión el reloj marcó las 1.30 AM, y Rodríguez vio, en clima de ensueño, entrar a Celina con su pareja por la angosta puerta principal.

Estaba tan hermosa como siempre: caminaba radiante, altanera, y avanzaba entre la multitud sin preocuparse por las miradas. Ese vestidito blanco le quedaba perfecto, contrastaba exquisitamente con sus ojos negros y con sus facciones delicadas. Sin embargo, Rodríguez la notó triste. La observó milimétricamente y advirtió el rimel corrido, como si hubiese estado lagrimeando. Esta imperfección, diluida en la perfección de su figura toda, era indetectable para cualquier otro que la observara en ese momento.

Rodríguez siguió bebiendo y mirándola, imperturbable. Copa tras copa, la vio sentarse en una esquina, junto a la ventana, como solían hacer él y ella tiempo atrás. La notó distante con su pareja. Los vio discutir. La vio llorar, y levantarse estrepitosamente, y escapar corriendo del lugar sin importarle lo que alguien dijera.

Entonces Rodríguez se puso de pie, y aunque se sentía un poco mareado, decidió seguirla.

La persiguió cuadras, pero no se atrevió a llamarla. La miraba caminar, y a medida que se acercaba, se sentía reconfortado, y vislumbraba una luz de esperanza que, aunque emergía tenue, por lo menos irrumpía en la oscuridad. Cuando estaban cerca de la casa de Celina, en un rapto de valentía, se atrevió a gritarle. Ella lo miró, y llorando sin decirle una palabra corrió y lo abrazó.

Finalmente lo invitó a pasar, y café de por medio, se dijeron todo lo que tenían que decirse.

-Estoy embarazada. Y a Suárez lo amo. Él dice que me quiere, pero no está preparado para ser padre. ¡Pretende que me deshaga de él!-, dijo Celina y quebró en llantos, abrazándolo.

En ese instante Rodríguez creyó que podría recuperarla, se imaginó de nuevo a su lado: él la amaba, y amaría tanto a su hijo como a ella, y se lo hizo saber. Celina, aterrada, lo corrió de su lado torpemente, y le dijo que eso era parte del pasado. Que en su momento había sido hermoso, pero el tiempo y ciertas situaciones habían hecho que la relación se marchite. Le remarcó que ella amaba al padre de su hijo y sólo a él.

Rodríguez la miró con asco, y en un rapto de violencia la tomó del cuello. Y apretó. Y sin pestañear la observó mientras se quedaba sin aire, convulsionándose desesperada, entre llantos de rimel y decepción. La vio morir por sus manos, y no vaciló ni un instante. La apoyó en el suelo y siguió mirándola inmóvil. Su rostro, su cuerpo, sus brazos, sus manos, sabiendo que nunca la olvidaría, sabiendo también que ya tendría tiempo de arrepentirse de lo que acababa de hacer, pero consciente de que no era el momento aún.

Tomó sus manos, las besó sutilmente, y le sacó el anillo que le había regalado mucho tiempo atrás. Ella había prometido que lo conservaría, pase lo que pase. El reloj marcaba las 3.45 AM.


-¡Rodríguez, despiértese que ya cerramos, son las cuatro menos cuarto! - dijo el barman.

Vuelto en sí y entendiendo prácticamente nada, Rodríguez salió apurado del bar y corrió endemoniado hacia su casa. Y mientras corría y lloraba, rogaba a Dios que todo haya sido una pesadilla. Entró en su habitación, abrió el primer cajón de su vieja mesita de luz, y allí, al lado de una foto de Celina, reposaba el anillo que él le había obsequiado…

martes, 12 de octubre de 2010

Del pensamiento analítico

El relato policial es básicamente el que me impulsó a leer literatura. “Lo policial” podría definirse como el descubrimiento metódico y gradual de cualquier hecho misterioso (generalmente un asesinato o un robo, aunque esto podría extenderse) empleando primordialmente instrumentos racionales. Se considera a Edgar Allan Poe como su fundador, mediante el relato “Los crímenes de la Rue Morgue”. En él, Poe nos presenta a quien sería el primer detective clásico, Monsieur Auguste Dupin, instalando la psicología básica de estos personajes (bien recogida por Arthur Conan Doyle con su famoso Sherlock Holmes, y luego por Chesterton, Ellery Queen, Gastón Leroux, entre otros), e imponiendo un elemento fundamental, elemento que fundaría el género policial clásico: el pensamiento analítico.
"Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico [...] pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente"; "Un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales". Borges desdeñaría a los modernos autores policiales estadounidenses, posteriores a Poe, por intentar dejar de lado lo intelectual, lo analítico, en pos de la violencia, la persecución, la acción en sí misma, características más bien de los llamados policiales negros que del policial clásico (harto más imaginativo y fantástico). Borges recomienda más bien a los autores ingleses.
Lo que sigue es una extracción del cuento Los crímenes de la Rue Morgue, primer relato policial, en el que Poe presenta al genial Dupin, y expone un maravilloso ejemplo de lo que él consideraba es el pensamiento analítico. Sólo copié parte de la introducción, ni siquiera alcanza a mencionar el hecho central del cuento, pues sino la entrada resultaría muy extensa. Quise compartirlo porque considero esta pequeña deducción de una belleza sublime. Así mismo, sugiero que lean el relato completo… ¡no tiene desperdicios!

Extracto de Los crímenes de la Rue Morgue, de Edgar Allan Poe

Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar.
(…)El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de adquirir.
(…)Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:
—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.
—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.
Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.
—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.
—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.
Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.
—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jerjes et id genus omne.
—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.
—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.
—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.
Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:
—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.

martes, 5 de octubre de 2010

Ecos, del otro lado

Estoy sólo frente a la inmensidad. Trató de oír, agudizo mi oído, pero nada se oye, sólo el albatros que atraviesa el lago inmóvil. Todo es silencio, todo es calma. Estoy sólo, pero esa soledad me acompaña. Y me veo como parte de ese todo, una parte minúscula, si, pero parte al fin. Y de pronto creo gritar y escucharme reverberando en las infinitas rocas. Me escucho, pero no se si soy yo realmente.

Ecos de un tiempo distante, quizás olvidado, me envuelven y se apoderan de mí… y me veo distante. Todo es verde y submarino, y a lo lejos el viento trae consigo una melodía que se mezcla con el agua y la luz en una explosión eléctrica, y todo se funde, y todo vuelve a ser nada. Siento que nazco nuevamente de ese barro y ese sudor que se unen en el completo azar. Soy lo que fui, pero veo lo que es ya no a través de ese velo impreciso. Nadie nos dijo el cómo y el porqué, quizá no existan o bien sólo baste mirar con otros ojos, fijar la vista en la inmensidad… y esas voces me hipnotizan, puedo escucharlas claramente, y necesito recordarlas. El silencio es ahora confusión, calma confusión, que de a poco se distorsiona, se vuelve ritmo percusivo, y exhala gritos equívocos.

Sólo resta animarse. Y aunque quisiera no levantarme más y hundirme en ese océano infinito, abro los ojos otra vez… hay tanta luz, todo es como era, pero se siente distinto, se huele distinto… y puedo ver mis huellas, y una melodía en delay me guía, me muestra los caminos que ya recorrí, puedo reconocerlos, sé que estuve ahí, y entiendo que nada fue vano… pero todo sabe distinto, todo tiene más brillo y más color. Las voces vuelven poco a poco, son voces que ya escuché, que estaban olvidadas en lo profundo de mi memoria, las reconozco y sonrío. El hammond se pierde en el sonido del agudo piano nuevamente, que insiste, pero al final se transforma en silencio, como volviendo tímidamente al punto de partida.

La calma regresa triunfal, mostrándome que estoy preparado para correr otra vez… y ahora sí se que estoy vivo.

martes, 28 de septiembre de 2010

Ecos, de este lado

Eco fue una ninfa, bella y joven. De su boca emergían las palabras más hermosas. Cualquier palabra, por más ordinaria que fuese, se tornaba perfecta articulada por sus labios. Eco amaba su voz, Eco era feliz pudiendo expresarse.

Zeus la usó para distraer a su esposa Hera: de esta manera no lo descubriría cometiendo adulterio. Sin embargo Hera no tardó en descubrir el engaño, y, obnubilada, castigó a Eco quitándole su voz propia, obligándola a repetir la última palabra que profería la persona con quien mantuviera una conversación.

Limitada a repetir sólo las palabras ajenas, Eco se apartó del trato humano...

Dicen también que retirada en el campo, lejos de los seres humanos, conoció a un pastor muy hermoso llamado Narciso. Eco se enamoró profundamente, pero éste al escucharla repetir sólo lo que él decía, la consideró loca y la ignoró… Eco lo persiguió incesantemente, no descansaba ni se alimentaba, sólo repetía sus palabras sin cesar. Así, fue debilitándose poquito a poco, hasta que de ella sólo quedó su voz, repitiéndose eternamente…


Eco me recuerda a todos aquellos que quisieron hablar pero no pudieron; aquellos que se atrevieron a pensar por sí mismos y a contradecir los modelos arraigados, y fueron acusados y torturados por ello; aquellos que intentaron mostrar que existe más de una forma de ver las cosas, que no todo es tan axiomático como parece, y perecieron en el intento; aquellos que lucharon con la palabra, y murieron acribillados; aquellos que se atrevieron a insinuar que se puede “ser”, y no fueron escuchados… y esto no es sólo parte del pasado…

Vale la pena escuchar el Eco de estas personas, que aun resuena en la memoria de algunos pocos…

domingo, 26 de septiembre de 2010

Preámbulo a esta nueva era

En fin, me había olvidado que existía este espacio. Básicamente lo había borrado de mi memoria. Pero por cuestiones que no vale la pena mencionar (si, si, a vos te estoy hablando, ¡esto no va a quedar así!) decidí volver, aun sabiendo que nadie se toma el trabajo de leer estas cuestiones (y lo bien que hacen). Eso sí, procuré cambiar levemente la estética del espacio, acomodé un poquito ciertas publicaciones pasadas, y por último y más importante, le cambié el nombre al Blog. “Ecos”, si les gusta bien, y sino “igual no me importa” (parafraseando a Iven).

¿Por qué “Ecos”? Es una buena pregunta. Básicamente por dos motivos que voy insinuar en las próximas dos publicaciones, que en apariencia no tendrían mucha relación entre sí. Sólo quiero comentar que hace unas semanas tuve la oportunidad de estar sólo frente a un paisaje montañesco exquisito, y escuchando nada, pude oír mi voz rebotando infinitamente. Y en ese instante (yo y el mundo) un maravilloso tema de Pink Floyd (“Echoes”, del cual extraje la pequeña descripción del Blog) atacó mi memoria, y lo escuché claramente, susurrado por el viento y el agua; y la música, tan humana, se mezcló con la naturaleza, y sentí que lo humano y lo natural se reconciliaban en una suerte de pacto infinito… y sonreí.


Sin más… ¡¡nos vemos por ahí!!