Definitivamente estaba muerta. Las marcas rojas alrededor de su cuello lo evidenciaban. Había sido asfixiada brutalmente por manos sutiles, pero fuertes. Su rostro, antes hermoso, ahora se retorcía inmóvil en un grito que no se dejaba oír. Y sus ojos negros más que terror denotaban tristeza.
Celina había sido asesinada la noche anterior. Yacía en el piso de su cocina, contorsionada, junto a la mesa donde reposaban dos tasitas con restos de café.
El ambiente emanaba un hedor insoportable. Un hedor que incitaba a pensar ¿por qué, por qué pasaba lo que no tenía que pasar?
Y a su alrededor danzaba una batería de policías charlatanes, intentando explicar lo inexplicable y contando chistes de dudosa moral.
Entre ellos, uno la miraba imperturbable, y pretendía no dar a luz sus sentimientos más profundos: una mezcla de rencor y angustia. La miraba extasiado, y sollozaba por dentro. Pero no comunicaba nada a su rostro: eran él y ella.
-Jefe… creo que ya no tenemos nada más que hacer acá-, sugirió el Suboficial García, y Rodríguez, absorto en su escrutinio, ni siquiera torció su semblante. La miraba, nunca cesaba de mirarla.
De repente el detective Rodríguez se acercó íntimamente a Celina e intentó quizás hablar con ella. Acarició su rostro, y se imaginó años atrás paseando a su lado
¿Cuánto tiempo había pasado? Lo único que sabía con seguridad era que nunca había dejado de amarla.
Siguió con sus ojos cada parte de su rostro, y la vio joven y hermosa como siempre. Miró su cuello magullado, pero no advirtió marca alguna. Y luego observó su torso, y sus brazos, y sus manos… Fue ahí cuando su aspecto mutó repentinamente. Su ceño fruncido ahora evidenciaba decepción, rencor, y talvez odio.
“La muy hija de puta se lo sacó… no pudo conservar ni eso de mi”, pensó Rodríguez mientras tiritaba al tiempo que empezó a transpirar. Entonces se puso de pie bruscamente, y recordó el mal físico que lo aquejaba esa mañana. Corrió presuroso al baño, y devolvió el café amargo que había desayunado.
El caso parecía estar resuelto. El móvil se suponía y había un sospechoso: Suárez, actual pareja de Celina.
No quedaban cabos por atar. Sólo restaba esperar los resultados de
Celina había sido hallada por su hermana, que entre llantos desesperados y mucosos lo primero que hizo fue avisar a la policía. Los médicos determinaron fríamente la hora del episodio. “Entre las tres y las cuatro de la mañana, no quedan dudas”, observó el perito. Los vecinos aseguraban haber escuchado una discusión agresiva entre Celina y su pareja alrededor de las 1.00 AM. Luego los vieron partir, quizás reconciliados. Todos coincidían en sus relatos.
María, vecina anciana de Celina, aseguró que hacia las 3.00 AM escuchó que entraban a la casa: ella y algún otro, sólo que no podía confirmar quien. Luego tomó sus pastillas para dormir, pues esa noche sufría de insomnio, y cayó súbitamente en un sueño profundo. Si escuchó gritos, no podía afirmar si provenían de la realidad o de los sueños.
La puerta no había sido forzada. La casa permanecía impoluta y ordenada. Indiscutiblemente el asesino había ingresado con la aprobación de Celina.
Las discusiones reiteradas, la improbable reconciliación, los testimonios coincidentes, las pericias médicas, la escena del crimen y las dos tacitas con café llevaban a los investigadores a extraer una única conclusión: Suárez era el asesino.
Ésta terrible aseveración se reforzó aún más cuando intuyeron, por testimonio de las malas lenguas, que Celina tenía un amante. Ahora, hasta el móvil se comprendía: no era más que un novelesco crimen pasional.
Como antes dije, sólo faltaban los resultados de
A raíz de estas conclusiones, se decidió encerrar a Suárez para interrogarlo y para evitar su fuga. El pobre pataleaba como un niño, escupía, lloraba y gritaba su inocencia: él la amaba, y alguien que ama no puede matar, aseguraba.
“¿Por este maricón me dejaste, zorrita?”, pensó Rodríguez mientras miraba como arrastraban al asesino hasta el calabozo transitorio.
El día se tornaba pesado, la humedad atosigaba y el cielo gris anunciaba una inminente tormenta. Rodríguez se sentía cada vez más enfermo, y maldecía como de costumbre su oficio, sólo que esta vez lo sentía más. A medida que completaba el papelerío burocrático, intentaba recordar cual era la causa de su malestar físico. Pero era inútil. Si cerraba los ojos aparecía Celina, y su cuello, y sus manos.
Ya era tarde cuando Rodríguez decidió dejar para mañana lo que podía terminar hoy y se retiró refunfuñando, sin saludar.
“Qué distinto es cuando le toca a uno de cerca”, pensó mientras se restregaba violentamente bajo la ducha, intentando deshacerse de algo más que mugre…
El bar estaba justo como a él le gustaba: poca gente, luz tenue, música de fondo. Rodríguez atravesó las pocas mesas ocupadas y se sentó junto a la barra, como acostumbraba cuando estaba solo.
-¿Otra vez vos por acá? Le estás dando bastante seguido al vicio, che.- señaló el barman, a lo que Rodríguez contestó con un gesto altivo de incomprensión, como queriéndole decir “no me jodas que no estoy de humor”.
-Dame una medida de Bourbon-, dijo al fin.
A medida que bebía y se emborrachaba, el ambiente se volvía turbio, vago. Ya no estaba seguro si realmente veía la realidad o todo no era más que una imagen creada por su inconsciente. Entonces pedía otra copa, y otra, y otra… para convencerse.
Así, el vaho que perturbaba sus sentidos se fue diseminando poquito a poco.
De nuevo se sentía con los pies sobre la tierra: había que festejarlo, qué mejor que otra copa. Pero existía un motivo de festejo incluso más importante: hacía más de una hora que no pensaba en Celina, a lo mejor empezaba a olvidarla, y eso era bueno. En medio de su reflexión el reloj marcó las 1.30 AM, y Rodríguez vio, en clima de ensueño, entrar a Celina con su pareja por la angosta puerta principal.
Estaba tan hermosa como siempre: caminaba radiante, altanera, y avanzaba entre la multitud sin preocuparse por las miradas. Ese vestidito blanco le quedaba perfecto, contrastaba exquisitamente con sus ojos negros y con sus facciones delicadas. Sin embargo, Rodríguez la notó triste. La observó milimétricamente y advirtió el rimel corrido, como si hubiese estado lagrimeando. Esta imperfección, diluida en la perfección de su figura toda, era indetectable para cualquier otro que la observara en ese momento.
Rodríguez siguió bebiendo y mirándola, imperturbable. Copa tras copa, la vio sentarse en una esquina, junto a la ventana, como solían hacer él y ella tiempo atrás. La notó distante con su pareja. Los vio discutir. La vio llorar, y levantarse estrepitosamente, y escapar corriendo del lugar sin importarle lo que alguien dijera.
Entonces Rodríguez se puso de pie, y aunque se sentía un poco mareado, decidió seguirla.
La persiguió cuadras, pero no se atrevió a llamarla. La miraba caminar, y a medida que se acercaba, se sentía reconfortado, y vislumbraba una luz de esperanza que, aunque emergía tenue, por lo menos irrumpía en la oscuridad. Cuando estaban cerca de la casa de Celina, en un rapto de valentía, se atrevió a gritarle. Ella lo miró, y llorando sin decirle una palabra corrió y lo abrazó.
Finalmente lo invitó a pasar, y café de por medio, se dijeron todo lo que tenían que decirse.
-Estoy embarazada. Y a Suárez lo amo. Él dice que me quiere, pero no está preparado para ser padre. ¡Pretende que me deshaga de él!-, dijo Celina y quebró en llantos, abrazándolo.
En ese instante Rodríguez creyó que podría recuperarla, se imaginó de nuevo a su lado: él la amaba, y amaría tanto a su hijo como a ella, y se lo hizo saber. Celina, aterrada, lo corrió de su lado torpemente, y le dijo que eso era parte del pasado. Que en su momento había sido hermoso, pero el tiempo y ciertas situaciones habían hecho que la relación se marchite. Le remarcó que ella amaba al padre de su hijo y sólo a él.
Rodríguez la miró con asco, y en un rapto de violencia la tomó del cuello. Y apretó. Y sin pestañear la observó mientras se quedaba sin aire, convulsionándose desesperada, entre llantos de rimel y decepción. La vio morir por sus manos, y no vaciló ni un instante. La apoyó en el suelo y siguió mirándola inmóvil. Su rostro, su cuerpo, sus brazos, sus manos, sabiendo que nunca la olvidaría, sabiendo también que ya tendría tiempo de arrepentirse de lo que acababa de hacer, pero consciente de que no era el momento aún.
Tomó sus manos, las besó sutilmente, y le sacó el anillo que le había regalado mucho tiempo atrás. Ella había prometido que lo conservaría, pase lo que pase. El reloj marcaba las 3.45 AM.
-¡Rodríguez, despiértese que ya cerramos, son las cuatro menos cuarto! - dijo el barman.
Vuelto en sí y entendiendo prácticamente nada, Rodríguez salió apurado del bar y corrió endemoniado hacia su casa. Y mientras corría y lloraba, rogaba a Dios que todo haya sido una pesadilla. Entró en su habitación, abrió el primer cajón de su vieja mesita de luz, y allí, al lado de una foto de Celina, reposaba el anillo que él le había obsequiado…
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