El universo tiene la maravillosa capacidad de transformar un suceso o un conjunto de sucesos, que quizás duren tan solo unos pocos segundos, en un mito. Los mismos son arrastrados a través de las calles como guiados por túneles de viento perfectamente delineados, previo empuje involuntario, alcanzando confines inconcebibles por los seres comunes. El hombre, y aun más el hombre de pueblo o pequeña ciudad, colabora en esta expansión. Lo infla, lo cubre de matices, lo transfigura, manteniendo tal vez sólo la inmisión que lo hizo mito.
Acaso las leyendas que hoy nos regocijan y alimentan nuestro espíritu poco tengan que ver con lo real, con lo que verdaderamente pasó, con lo que le dio origen. Pero qué importa. Hoy, inmersos en un mundo racionalista que intenta explicar lo inexplicable; que pretende derribar fortalezas inexpugnables que antes dominaba la imaginación; hoy que cuesta soñar, que cuesta concebir inusitados mundos a partir de las cosas simples; hoy que lo único que sacia (sólo por un instante) nuestro interés y nuestras ganas de crecer es lo extremadamente complejo pero a la vez soso, lo carente de emociones que duren más que una palpitación, lo disimuladamente triste; ¿que mejor que dejarse llevar por estos mitos de dudosa veracidad?.
Aquellos hombres soñadores, sensibles, románticos, que aun poseen ideales de perfección, viven buscando mitos, quizás inventándolos, quizás imaginándolos. Y creen fervientemente en ellos. Y los defienden con aire compadrón. Es que necesitan creer en ellos para no olvidar su alma y teñir su rostro con tintes mefistofélicos, para no rendirse ante el olvido, para no morir frente al avaro, para no contagiarse de mediocridad...
Esta penosa introducción nos lleva a una pequeña ciudad distante cien kilómetros de la gran urbe. Digo pequeña ciudad para no decir pueblo, pues hacía poquito que había adquirido ese apelativo, una vez vencida cierta barrera demográfica. Lo cierto es que no conozco su nombre. Tampoco sé la época que nos acomete. Pero no son necesarios estos datos puramente informativos.
Por aquellos tiempos la amistad estaba de moda. Los muchachos adoraban juntarse a matear, guitarra de por medio, con el simple cometido de estar juntos, de intercambiar opiniones, de hablar de señoritas, en fin, con el implícito objetivo de soñar aunque sea por un rato. Y esto, aunque hoy parezca algo hastioso, era extraordinariamente eficaz. Los muchachos lograban olvidarse del mundo sanamente, sin el implemento de narcóticos, alucinógenos o alcaloides.
Parecía cosa de Mandinga pero el rock, el blues, y otros estilos de esta estirpe habían colonizado estos páramos. El viento ya dejaba oír (a lo lejos, o en el garage de a la vuelta) las trémulas y elaboradas variaciones LA-RE-MI, haciendo de soporte a inextricables solos con base pentatónica. De vez en cuando se escapaba una menor armónica tiñendo de una oscuridad casi gótica los tempos de blues, intercalados con yeites clasicistas. “Muchas veces la creación más simple es la más profunda, la que revela más fehacientemente los sentimientos de su creador y de sus músicos.” A veces la simpleza supera ampliamente a la complejidad. Dos acordes bien acomodados pueden decir más que la armonía más enredada. Lo que importa, en lo profundo, es la tenacidad y el espíritu de quien evoca la melodía (acompañada, obviamente, de un poco de técnica y conocimiento). Lo mismo sucede con la lírica. La poesía más hermética, más oscura, aquella que obedece celestialmente a la métrica y la rima, puede decir mucho menos que dos burdas palabras. El blues, como estilo, esta de acuerdo con estas reflexiones.
La cuestión es que esta fiebre había enloquecido a los muchachos, que decidieron no esperar más y poner en práctica sus pobrísimos conocimientos musicales y sus onerosos corazones. Ya no querían solo juntarse a guitarrear un tango o un blues, querían más, querían perfeccionarse, querían crear.
Pero la creación no es fácil. Como nuestros sagaces lectores seguro han podido elucidar, además de un talento intrínseco, se necesita dedicación, compromiso, ganas, interés, amor, por lo que la frustración era uno de los desenlaces probables...
De hecho tuvieron que comprometerse.
Una vez adquiridos los instrumentos necesarios hizo falta la búsqueda de un emplazamiento de ensayo. Con puntualidad religiosa se llevaban a cabo ensayos todas las semanas. Durante dos o tres o cuatro horas los muchachos lograban elevarse hasta mundos mágicos. La sala se transformaba entonces en un universo distinto, aislado del que conocemos, donde la tristeza no tenía cabida, sólo la imaginación, el entusiasmo y la alegría.
Las improvisaciones no obedecían ni a la mecánica newtoniana ni al relativismo einsteiniano. Parecían durar minutos, cuando en realidad transcurrían horas. Y sin embargo siempre quedaban ganas de seguir, de soñar. Cuando la casual conjunción de infinitas causas aparentemente aisladas logra una mezcla homogénea, concordante y supuestamente perenne como ésta, puede afirmarse que se ha logrado el cometido. No sé cuál es el cometido, ni siquiera si hay un cometido. Luego, debe haber algo oculto que permita estas extrañas coincidencias, pero es mejor su ignorancia (no pretendamos explicar lo inexplicable), sólo hace falta saber que “algo hay”.
Los ratos libres eran utilizados para componer, para escribir, para discutir posibles nombres de la banda (el problema más grande en todo grupo de música incipiente), para disertar nuevas incorporaciones, entre otras consideraciones de importancia formal.
En cada ensayo los muchachos transitaban (casi siempre a pie) interminables caminos con toda gama de equipos a cuesta, desde un simple micrófono hasta pesados amplificadores incómodos de cargar. Nuestros transeúntes debían sortear los más dificultosos escollos soportando condiciones extremas, desde calores tropicales hasta brisas gélidas de sudestada. Quizás se empiece a sospechar que todo esto puede ser un tanto inútil para, seguramente, no lograr nada (léase; reconocimiento, fama, dinero).
¿Para qué ensuciarse las manos con el humilde fin de ayudar a otro o de sentirse bien con uno mismo por un ratito? Hay que entender que los hombres nobles, parafraseando a Ortega, siempre buscan el camino difícil sin esperar nada a cambio, sólo para elevar su espíritu, sentirse realizados, crecer como seres humanos. Así, eluden el facilismo y buscan siempre la colina más empinada. Ellos creen que estas experiencias son las más provechosas, y las que quedan fijadas en la memoria.
Los ensayos solían terminar en batallas campales con los vecinos aledaños a la sala. Tal vez no resistían los estridentes acordes, tal vez no sabían apreciar esa expresión artística, tal vez volvían muy cansados de su monotonía y sólo quería dormir. Otros, por el contrario, hasta ofrecían casettes de míticas bandas como Creedence Clearwater Revival...
Cuando los ángeles se alineaban a su favor y el diablo se tomaba vacaciones, los muchachos encontraban una oportunidad para mostrar su pasión y su desarrollo. Es decir, hallaban un lugar para tocar en público. Esto es muy difícil en ciudades pequeñas donde quizás hay un solo bar.
Conociendo la esperada noticia, se daba a lugar a una intensa seguidilla de ensayos. Los muchachos se olvidaban de actividades básica para vivir como desayunar, dormir o sacar a pasear al perro. Luego, elaboraban psicodélicos panfletos que solían pegar a lo largo y a lo ancho de la ciudad, con el propósito de “invitar a los desconocidos al espectáculo”. Para su pegado utilizaban mezclas químicas extremadamente complejas y de ardua elaboración, que ni Boyd ni Lewis podrían entender (la llamaban engrudo).
Cuando el destino no estaba de su lado, organizaban encuentros con otras bandas, solicitaban espacios públicos (como una plaza), o bien, llevaban a cabo fiestas privadas con público seleccionado. Cuenta la historia que llegaron a tocar, en vivo, en la radio local (las fuentes son dudosas).
El resultado era siempre el mismo: problemas con el sonido (el perverso acople es inevitable), cortes de luz, poca gente, errores por nervios, cortes de cuerdas, voces desafinadas, falta de alargues, y una infinita lista de etcéteras.
Entre los pocos espectadores siempre resaltaban los locos fanáticos que alegran nuestra existencia y que no paraban de saltar y gritar canciones que ni conocían, como si estuvieran poseídos por el demonio...
Pero, lamentablemente, el tiempo de nuevo hizo lo suyo. El trabajo, el estudio, la incipiente adultez sacudió a los muchachos en forma brusca y repentina. No se dieron cuenta, no lo pudieron evitar.
Algunos pretendieron dirigirse al paraíso de concreto distante cien kilómetros, otros se quedaron trabajando en la ciudad. Pocos cultivaron su pasión musical.
En fin, la verdad es que nunca trascendieron más que unas pocas cuadras a la redonda. Tal vez grabaron algún humilde disco descoordinado, que hoy este por ahí cubierto de tierra, pero nada más que eso. Vale la pena decir que todo intento de comercialización fue fallido.
Entonces, pensará el lector, ¿dónde esta el mito sugerido anteriormente? Es más que evidente, está dentro de ellos, en el fondo de sus pechos, detrás del esternón. Este maravilloso mito es una ayuda más que les permite tener fuerzas para levantarse día a día, para salir a enfrentar la adversidad con una sonrisa en el rostro. Este mito les enseñó que la simpleza, la amistad y el amor son los valores más importantes, ya que disuelven lo material. Este mito permanecerá por siempre en sus memorias, sólo ellos lo recordaran, porque les enseñó a crecer, a creer en lo increíble, a soñar, a compartir con los de nuestra especie, a inventarse un nuevo mundo ajeno a la mediocridad hoy tan ponderada; porque les mostró un paraíso que pocos conocen, un paraíso que esta acá a la vuelta al alcance de todos. Empecemos a entender que no se necesita mucho para entrar en él, ni guitarras, ni extravagantes artilugios, ni magia, sólo corazón.
Gozosos aquellos que crean en su propio mito...
1 comentario:
A la mierda Fede, mis felicitaciones. Hermoso texto, una ametralladora de recuerdos. Todo el que ama la música, supo tener una banda, aún sin ser músico.
Te espero en casa cuando estés por acá.
Facu
P.D.: Leyendo tus cosas me empieza a dar vergüenza largarme en mi propia aventura.
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